viernes, 27 de enero de 2017

Reseña de La Tumba de las Luciérnagas, de Isao Takahata

Por Carmen Elizabeth Luna Martínez y Juan Francisco Andrade Andrade.
   
    Es fácil encontrar en el séptimo arte muchas representaciones de acontecimientos históricos, y no cabe duda que la Segunda Guerra Mundial es uno de los temas que con más frecuencia se han llevado a los libros y a la pantalla grande, siendo regularmente ilustrada una perspectiva unilateral, que mira con ojos críticos y de desaprobación—con mucha razón— a los países del Eje. Sin embargo, quizá olvidamos, al tomar una postura parcial, que en una guerra nadie gana. Dejamos de lado los estragos que, sin importar quiénes son los países “victoriosos” y quiénes se llevan la derrota, los conflictos bélicos causan a la población civil, física, psicológica y materialmente, y la forma en que se ven afectadas las personas directamente involucradas en estos: la carne de cañón.

    Studio Ghibli viene a conmovernos con un drama animado que nos muestra, de una manera cruda y a la vez emotiva, la devastación de la población civil japonesa en el ocaso de la Segunda Guerra Mundial. Isao Takahata, aclamado director de la mundialmente reconocida caricatura Heidi, la niña de los Alpes, y cofundador, junto con Hayao Miyazaki, de dicho estudio de animación, adapta al cine la novela Hotaru no Haka (火垂るの墓) de Akiyuki Nosaka, donde nos presenta la historia de Seita, un muchacho de 14 años hijo de un oficial de la Armada Imperial Japonesa, quien queda a cargo de su hermana Setsuko, de 5 años de edad, después la muerte de su madre en el bombardeo a manos americanas de la ciudad de Kobe, en el cual, su casa fue reducida a cenizas.

    “El 21 de septiembre de 1945, yo morí...” es la frase con que inicia La Tumba de las Luciérnagas, y en ella nos advierte el tipo de película que veremos. Hambre y falta de recursos, destrucción de viviendas, la amenaza latente de ser bombardeados en cualquier momento, el menosprecio de aquellas personas que no participan directa o indirectamente en la defensa del país, son sólo algunos de los demonios con los que el protagonista tiene que luchar mientras, al mismo tiempo, protege como dé lugar la burbuja de inocencia de su pequeña hermana, quien representa en el filme una ventana hacia las cosas hermosas con profundo significado que prevalecen a pesar del caos: el canto de las ranas, las olas en la arena, el andar de un cangrejo o la sublime luz de una luciérnaga. La actitud de Seita recuerda a la de Guido, en La Vida es Bella—película rodada casi diez años después—, buscando a toda costa mantener la integridad física y mental, y la ingenuidad de su pequeño hijo dentro de las atrocidades que acontecen en un campo de concentración, valiéndose de la imaginación de éste y de la propia. Ambos personajes, Seita y Guido, revelan un valor humano de gran importancia en tiempos tan adversos: la esperanza. Depositan su entero ser en el afán de proteger a esa pequeña personita, y encuentran en ella inspiración y fortaleza para aguantar el hambre propia, golpizas despiadadas, tormentos psicológicos, con el fin último de que su ser amado sobreviva.

    De manera implícita, existe en el desarrollo de la historia un punto medular en el que se dejan entrever ciertos rasgos característicos de la cultura japonesa, impregnados profundamente en su sociedad: el perdón, el honor y el orgullo. En un momento clave del largometraje, el personaje protagonista se ve en la necesidad de tomar una decisión. La tía de Seita y Setsuko, quien abrió las puertas de su casa para recibirles y les alimentó tras la destrucción de su ciudad natal, comienza con el tiempo a sentirse incómoda por la presencia de sus sobrinos, recriminando al mayor su “holgazanería”, instándolo a pensar en el futuro, a convertirse en soldado para servir a su país, y su comportamiento se ve acompañado de episodios de violencia psicológica y sugestión que, evidentemente, hacen que ambos niños deseen huir a cualquier otro lugar. Dada la situación tan complicada que se respira en esos momentos y las pocas alternativas viables que tienen, lo más sensato sería aguantar el mal trato de su tía, o darle la razón y disculparse cediendo a su voluntad, pero el orgullo le impide a Seita pensar siquiera en la idea de pedir disculpas por algo con lo que está en desacuerdo. Termina tomando la decisión de utilizar los últimos recursos que tiene, obtenidos al vender las pocas prendas de su madre que logró rescatar entre los escombros, para comprar víveres y utensilios, y marcharse con su hermana a otro lugar menos protegido, a merced de los inclementes monzones que azotaban por esos tiempos la costa japonesa, pero donde al menos serían libres de hacer lo que quisieran.

    En su larga trayectoria, Studio Ghibli nos ha demostrado que la animación no es, en absoluto, una categoría fílmica reservada exclusivamente para niños y niñas, y La Tumba de las Luciérnagas no es la excepción. Por el contrario, las fuertes escenas y el desarrollo mismo de la película que nos mantiene en vilo, con un nudo en la garganta y los ojos anegados en lágrimas, nos sugiere reservarnos de darle una clasificación menor de B.

    La Tumba de las Luciérnagas es sin duda una obra sublime que se suma a El Pianista de Roman Polański, La Lista de Schindler de Steven Spielberg o la antes mencionada de Roberto Benigni, para dibujar un panorama más humano y sensible respecto a la catastrófica segunda gran guerra, que incita a que nos cuestionemos si el fin justifica los medios, y a darnos cuenta de que hay cosas más importantes que a veces no se perciben a simple vista.

Referencias

Hara, T. (productor) y Takahata, I. (director). (1988). Hotaru no Haka [cinta cinematográfica]. Japón: Studio Ghibli.

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